¿Debe venir un bien de todo mal?

Por Bruce A. Little

Era una mañana clara de otoño y yo estaba arreglando mi oficina, a la que me

había cambiado apenas unos días antes. Mi pequeño televisor de escritorio

estaba sintonizado en un programa llamado Hoy cuando un corte informativo

anunció que un avión se acababa de estrellar contra una de las torres del

Centro Mundial del Comercio. Yo, junto con millones de personas en todos los

Estados Unidos, miré desesperanzado e incrédulo como se desarrollaban los

sucesos del 11 de septiembre de 2001. Dichos sucesos, ahora conocidos como

9/11, dejaron una estela inconmensurable de sufrimiento humano y millones de

personas con imágenes preocupantes marcadas indeleblemente en su memoria. En un

suceso inimaginable e impredecible, los Estados Unidos enfrentaron abruptamente

la verdad que tan desesperadamente habían tratado de negar, es decir, que el

mal existe. Aturdidos por la inverosimilitud del acto y la incertidumbre de su

alcance, los Estados Unidos aceptaron brevemente otra verdad cuestionada: la

existencia de Dios. Durante el desarrollo del suceso y en los días posteriores,

muchos norteamericanos aceptaron la existencia del mal y afirmaron su necesidad

de Dios. Lo primero era innegable, lo segundo parecía indispensable, ya que el

suceso sobresaltó los corazones de millones de personas con un renovado sentido

de finitud e impotencia humanas que provocó la reacción intuitiva de llamar a

Dios. Sin embargo, estas dos realidades hicieron surgir nuevamente la antigua

pregunta: Si Dios es todopoderoso y todo bondad, ¿cómo puede permitir que

suceda algo tan horrible en este mundo creado y cuidado por él?

En los días siguientes, se llevó a cabo una encuesta nacional entre el

público para ver qué respuesta podría darse a este juego de realidades

aparentemente contrarias (Dios y el mal). Los conductores de programas

televisivos de entrevistas invitaron a líderes de todas las religiones para que

respondieran a la pregunta. Sin embargo, en unas cuantas semanas menguó la

intensidad de las preguntas, no debido a la eficacia de las respuestas, sino

simplemente al efecto anestésico del paso del tiempo. Luego, en diciembre de

2004, la escena se repitió después del maremoto que azotó al sureste de Asia.

Las respuestas dadas en ese momento aportaron la misma explicación. En su mayor

parte, la comunidad cristiana dijo que Dios estaba moralmente justificado al

permitir tan horrible sufrimiento y destrucción porque al final sacaría un

provecho mucho mayor de todo ello. Desafortunadamente, otros aseveraron que fue

el juicio de Dios — una declaración desprovista del menor soporte.

Lo lamentable es que la respuesta cristiana escuchada con mayor frecuencia

al tratar el problema del Mal implicaba alguna forma de esa idea del bien

mayor. Esta explicación, conocida como la teodicea del bien mayor, sostiene que

el único mal que Dios permite en este mundo es aquél de donde puede sacar un

bien mayor o con el que puede evitar un mal peor. Según esta explicación, el

mal se convierte en el medio por el cual Dios logra un “bien” que no podría

haberse logrado de ninguna otra manera. Por lo tanto, debido al “bien” que

obtiene, Dios está moralmente justificado al permitir que el mal toque a la

humanidad. Sin embargo, esta respuesta falla cuando se aplica a males horribles

como el holocausto judío, el 9/11 y el “tsunami”, así como al sufrimiento de

los niños. Y es precisamente en estos puntos donde el mundo está más ansioso de

una respuesta.

El hecho es que la explicación sobre el bien mayor tiende a crear más

preguntas que respuestas: “Si se obtiene un ‘bien’, ¿cuál es, y quién lo

recibe? ¿Cómo sabemos que se ha obtenido suficiente provecho para justificar

moralmente que Dios haya permitido tal mal? ¿Qué pasa si nadie puede ver el

provecho, y cómo sabemos que existe? Si Dios permite un mal o sufrimiento a

cambio de algún ‘bien’, ¿no sería razonable concluir que al entrar el mal o

sufrimiento a la experiencia humana no debemos tratar de detenerlo, porque

hacerlo sería eliminar el ‘bien’ resultante?” Estas preguntas de sondeo parecen

razonables, y no deben ser ignoradas. Finalmente, la debilidad de la teodicea

del bien mayor parece estar en su promesa del ‘bien’ y la negación del mal o

sufrimiento gratuito (el que no sirve a un buen propósito de mayores

dimensiones — el que simplemente es parte de un mundo caído en desgracia.

¿Sobre qué base pueden hacerse tales declaraciones? Una posibilidad

sería demostrar el ‘bien’ obtenido. La otra sería encontrar en la Biblia

una proposición a este respecto. Desafortunadamente, cualquiera de estas

posibilidades es muy cuestionable, si no imposible. En consecuencia, la

falta de pruebas claras deja a la teodicea del bien mayor sin fundamentos

convincentes. Por lo tanto, si esta es la única respuesta que el cristiano

puede dar al problema del Mal, es comprensible que el mundo considere más

probable la inexistencia del Dios omnipotente, amoroso y bondadoso.

Por supuesto, uno puede argumentar con éxito que el cristianismo es mucho

más que responder al argumento del Mal. Sin embargo, si el cristianismo

proporciona respuestas llenas de significado a las inevitables preguntas de la

vida, entonces no puede eludir el problema del Mal. Esto es cierto tanto si uno

está respondiendo a quienes aprovechan la aparición de males o sufrimientos

para argumentar que Dios no existe, como si está tratando de responder las

preguntas de quienes están sufriendo y cuestionando su fe. En conclusión, para

salvar la integridad del Cristianismo a los ojos del mundo, y evitar las

implicaciones prácticas sobre el ministerio cristiano, es indispensable dar una

mejor respuesta al problema del Mal que la explicación del ‘bien mayor’.

Antes de buscar una respuesta alternativa al problema del Mal debemos estar

conscientes de que el problema es complejo. Además, lo que uno considera

respuesta aceptable indudablemente depende de sus creencias previas acerca de

Dios. Para lograr la identificación de la primera y el respeto de las

segundas, se requiere proceder con humildad. Sin embargo, la

complejidad del problema puede reducirse hasta cierto punto aclarando los

detalles de la tarea. Primero, cualesquiera que sean las respuestas de los

cristianos con respecto al problema del Mal, deberán ser congruentes con la

totalidad del marco teológico cristiano; es decir, no deben trastornar otras

doctrinas de la fe. No debemos perder de vista este punto, ni considerarlo un

recordatorio innecesario, porque la forma en que uno contesta la pregunta del

mal afecta a cada una de las principales doctrinas de la fe.

Segundo, no debemos confudir lo que Dios podría hacer (o ha hecho)

en casos particulares de sufrimiento, con la razón por la cual permite tal

mal. Son dos cosas aparte y uno no debe pensar que ha respondido la pregunta

del “¿por qué?” al responder la del “¿qué?”. Es inaceptable ir de las

consecuencias al motivo. Tercero, los textos bíblicos que describen la

obra providencial de Dios en ciertas situaciones (tales como la de José en

Génesis 50:20), nos dicen solamente cómo obró Dios, no necesariamente por qué

el Dios omnisciente, todopoderoso y todo bondad continua permitiendo que el mal

devaste a la humanidad y, especialmente, por qué permite horribles males

generalizados en la experiencia humana.

Lo que sigue es tratar de elaborar el marco para la explicación alternativa

al problema del Mal. Empecemos suponiendo que el drama de la experiencia humana

es más que una obra de teatro donde los humanos son simples actores que leen un

libreto predeterminado. Por el contrario, Dios creó al hombre a Su imagen (ver

Gn. 1:26) dotándole de una mente que pudiera pensar Sus

pensamientos después que Él. Por todos los indicios, esto significa que

Dios y el hombre pueden disfrutar de una relación significativa a través de la

comunicación directa y el entendimiento mutuo. Por supuesto, el pecado ha

disminuido en gran medida el alcance de este entendimiento; sin embargo, hasta

cierto nivel es posible, particularmente con la ayuda de la gracia y el

ministerio del Espíritu Santo (ver Hch 17:26-28; Rm. 1:19-20). Entre las

características de esa imagen se encuentra el poder de elección moral del

hombre, enmarcado por lo que podemos considerar como el orden de la Creación.

Es decir, la Creación no sólo fue estructurada con un orden físico, sino que

Dios, en su soberanía, estableció un orden moral donde el hombre tendría

cierta libertad dentro de los límites prescritos. Además, Dios estructuró el

orden moral de tal forma que le permitiera obrar providencialmente dentro de la

Creación según su perfección moral y bajo la guía de su consejo. Sin embargo,

una vez establecido este orden, Dios, como fiel Creador (ver 1 P. 4:19), trata

con el hombre a la luz de ese orden. Por ejemplo, está la ley de la cosecha

(ver Gál. 6:9) y la ley del arrepentimiento (ver Hch 17:30; 2 Cor. 7:10). En

parte, este orden moral es lo que está detrás de las promesas y mandamientos de

Dios, que dan al hombre posibilidades y responsabilidades.

Parte del orden moral de Dios para la humanidad fue que la desobediencia a

las directrices por él comunicadas daría como resultado la muerte (ver Gn.

2:17). Cuando el hombre desobedeció a Dios, la muerte resultante trajo graves

consecuencias de corrupción no sólo al hombre, sino a la naturaleza también. De

esta corrupción emanan todos los males morales y naturales. Dios nunca prometió

proteger al mundo contra el mal derivado del advenimiento de la muerte excepto

cuando pudiera sacar algún provecho.  Lo que sí prometió

fue rendimirnos del Mal (ver Gn. 3:15). De hecho, lo registrado ese día en

el jardín fue que la desobediencia demandaría un terrible precio a toda la

creación. El efecto inmediato de la desobediencia en el hombre puede verse en

que se escondió de Dios (ver Gn. 3:8). Dios también reveló que como resultado

directo de la desobediencia del hombre habría dolor y sufrimiento humanos (ver

Gn. 3:14-19), derivados, en parte, del cambio de la naturaleza, y traducidos en

cataclismos periódicos que con frecuencia causarían serios daños a la

naturaleza misma y al hombre. Pablo habló de este cambio al decir que toda la

creación, esclavizada por la corrupción (ver Rm. 8:20-22), espera (con los

redimidos) el día de su redención. Hasta ese día, Dios ha concedido al hombre

entendimiento para restar importancia a los efectos negativos de “la caída”

sobre la naturaleza. Sin embargo, no existe la promesa de que todo el

sufrimiento resultante de esa corrupción omnipresente vaya a ser utilizado por

Dios para traer un bien mayor. Lo que Dios sí promete a quienes creen en Él es

consuelo, misericordia y gracia para soportar pacientemente los tiempos

difíciles.

Además, a la decisión de los agentes morales de hacer el mal, generalmente

le sigue el sufrimiento. Dios puede intervenir movido por su sabiduría,

compasión, o cualquier número de razones justificables, incluyendo la respuesta

a las oraciones de su gente. Sin embargo, no hay ninguna promesa de que será

así en todos los casos. La humanidad continúa sintiendo los efectos de la

fractura de este mundo. Este hecho subraya la posibilidad del mal gratuito.

Como Ronald Nash señala en respuesta a Michael Peterson: “Si la observación de

Peterson es correcta y los argumentos relativos al mal gratuito expresados en

las últimas páginas son acertados, parecería haber una buena razón para creer

que el estancamiento ha terminado y que las probabilidades favorecen al teísmo.

La presencia del mal gratuito en la Creación es congruente con los

propósitos de Dios al llevarlo a cabo”. Si existe la posibilidad del mal

gratuito, entonces el cristiano ya no tiene que cargar con el peso de

justificar el mal o el sufrimiento con la explicación del bien mayor. Afirmar

que existe la posibilidad real del mal gratuito no pone en entredicho la

perfección moral de Dios ni su manejo providencial vistos a la luz de su orden

de la creación.

El hecho es que mucho del mal de este mundo es sólo eso: mal. ¿Puede Dios

trabajar en él para lograr algo bueno? Por supuesto que puede (y lo hará)

cuando el creyente sufra por su honradez (ver Mt. 5:11-12). Sin embargo, ¿ha

prometido que será así en todos los casos de sufrimiento generalizado? No. Lo

que es más, parece estar más allá de la garantía de las Escrituras declarar que

sí. Todo el mal, tanto moral como natural, es un serio recordatorio de que

vivimos en un mundo fracturado -un lugar frágil. Si existe la posibilidad del

mal gratuito, entonces el cristiano no tiene la responsabilidad de tratar de

demostrar que ha habido un bien, ni de defender a Dios sobre esa base. De

hecho, no es en el “bien” en lo que Dios quiere que nos fijemos, sino en él,

que es el Padre de misericordia y el Dios de todo consuelo.

 


Published August 12, 2006