Por Jay W. Richards y Guillermo González
Un tema recurrente en el libro Pale Blue Dot [Un Punto Azul Pálido] publicado en 1994 por Carl Sagan, es que somos insignificantes en el esquema cósmico. En un pasaje memorable, Sagan empuja este argumento al reflexionar sobre una fotografía de la tierra tomada en 1990 por el Voyager 1 desde una distancia de unos 6,500 millones de kilómetros. Escribe:
Debido al reflejo de la luz solar… la tierra parece estar asentada sobre un rayo de luz, como si hubiera algún significado especial en este pequeño mundo. Pero es solamente un accidente de la geometría y la óptica… Nuestras poses, el sentido exagerado de nuestra propia importancia, la vana ilusión de que tenemos una posición privilegiada en el universo, son desafiados por este opaco punto de luz. Nuestro planeta es una manchita solitaria en la gran negrura cósmica que lo rodea. En nuestra oscuridad, en toda esta inmensidad, no hay ninguna señal de que alguien pueda venir a salvarnos de nosotros mismos.
Tal vez piense que Sagan tenía una personalidad excéntrica y melancólica. Sin embargo, esta cantaleta expresa una idea muy popular entre los científicos modernos, y conocida como el principio copernicano. Los defensores de este principio rastrean su historia hasta el personaje del que tomó el nombre: Nicolás Copérnico (m. 1543). Según la creencia popular, Copérnico nos degradó al demostrar que nuestro universo estaba centrado en el sol, y que la tierra daba vueltas alrededor de él, como los demás planetas, a la vez que giraba sobre su propio eje. Así fuimos desplazados del centro y, por lo tanto, se nos restó importancia. Los científicos desde Copérnico siempre han reforzado esta idea de nuestra destitución. Por lo menos, eso es lo que se cuenta.
Abra prácticamente cualquier libro de introducción a la astronomía y encontrará alguna versión de esta historia. Sólo hay un problema, y es decisivo: es falsa. Los historiadores de la ciencia han protestado durante décadas contra esta descripción del desarrollo de la ciencia; pero hasta ahora, sus protestas no han llegado a oídos de las masas ni de los escritores de libros de texto.
La verdadera historia es mucho más sutil. Por razones de espacio, sólo la esbozaremos. La cosmología anterior a Copérnico era una combinación de la visión física y metafísica del filósofo griego Aristóteles (384-322 a.C.), y las observaciones y modelos matemáticos de Ptolomeo (aprox. 100-175 d.C.) y otros astrónomos. El universo que ellos imaginaban era un conjunto de esferas concéntricas que rodeaban nuestro globo terrestre (un modelo que explicaba muy bien muchos de los fenómenos astronómicos en la era anterior al telescopio). Se creía que las esferas cristalinas se conectaban de forma que el movimiento de la esfera estelar exterior de las estrellas movía las esferas interiores que alojaban a los planetas, el sol y la luna. Este modelo ordenaba el movimiento de este a oeste del sol y la luna, la esfera celestial que rodeaba a los polos celestes, y las desconcertantes trayectorias irregulares de los planetas conocidos.
Aunque parezca ingenua a las mentes modernas, esta cosmología anterior a Copérnico sobresalía entre otras debido que explicaba lo observado en los cielos cuando se intentaba discernir la estructura del cosmos. En este sentido, reflejaba una virtud científica, a saber, una apertura a la observación desde el mundo natural.
Esta visión tenía a su favor la colaboración del sentido común en la observación del aparente movimiento de los cielos, la aparente estabilidad de la tierra misma y varios argumentos plausibles más. Por ejemplo, si la tierra se moviera, era lógico esperar la aparición de un fuerte viento del este, y si se disparara una flecha directamente hacia arriba, ésta debía caer al oeste del arquero.
Contrariamente a la creencia popular, ni Aristóteles ni Ptolomeo pensaban que la tierra fuera una gran parte del universo. Aristóteles la consideraba de “no gran tamaño” comparada con las esferas celestes. En su obra maestra llamada Almagesto, Ptolomeo dice: “la tierra tiene un radio de un punto con respecto a los cielos”. Ambos filósofos llegaron a esta conclusión debido a las observaciones de la relación de la tierra con las estrellas, a partir de donde supusieron que la esfera estelar era una enorme distancia desde la tierra. En su obra De Revolucionibus, Copérnico se basó en esta suposición compartida para presentar uno de sus argumentos a favor de la rotación de la tierra: “¡Qué sorprendente sería si dentro del lapso de 24 horas el vasto universo girará en lugar de que lo hiciera su punto mínimo!”
Además es importante señalar que el “centro” del universo no era más honorífico de lo que para nosotros hoy pudiera ser el centro de la tierra. Ciertamente, no se pensaba que la tierra estuviera asentada en el centro del Cielo. Todo lo contrario. El dominio sublunar era la parte mutable, corruptible, vil y pesada del cosmos. Se creía que las cosas caían a la tierra debido a su peso. La tierra misma era considerada el “centro” del cosmos debido a su peso. Por lo que la interpretación moderna del geocentrismo es contraria a su significado real. Usando el sentido contemporáneo de las palabras: en la cosmología previa a Copérnico la tierra era el “fondo” del universo, más que el “centro”.
En contraste, los aristotelianos creían que los cielos eran inmutables por su regularidad y composición. Mientras que las regiones sublunares estaban compuestas de cuatro elementos mutables (tierra, agua, aire y fuego), los cielos estaban compuestos de un “quinto elemento” llamado “quintaesencia” o éter. Los cuerpos celestes eran perfectamente esféricos y se movían en círculos, contribuyendo a la perfección. De ahí se desprendió la creencia de que las leyes que gobernaban los reinos celestes eran muy diferentes y superiores a las leyes que gobernaban las regiones sublunares.
En la edad media, cuando se agregó la teología cristiana a esta mezcla, el centro o fondo del universo se convirtió, casi literalmente, en el infierno. La Divina Comedia de Dante inmortalizó esta visión sacando al lector de la superficie de la tierra y haciéndolo cruzar los nueve círculos del infierno, que reflejaban, y por lo tanto invertían, las nueve esferas celestes que se encontraban arriba. El hombre, compuesto de tierra y espíritu, ocupaba un estado intermedio donde él era una especie de microcosmos. Podía ascender al reino celestial o descender al reino del mal, la muerte y la descomposición. Otros seres puramente espirituales poblaban la realidad creada más extensa, y Dios moraba “sobre” la esfera “empireana” exterior como Impulsor No Impulsado de todas las cosas.
Hablando en términos metafísicos, en el esquema anterior la realidad estaba centrada en Dios, no centrada en el hombre. Agustín de Hipona decía que Dios no creó el mundo “para el hombre”, ni por una necesidad compulsiva, sino simplemente “porque así lo quiso”. Entonces, es falso decir que los precopernicanos daban a la tierra y a los seres humanos un lugar preponderante, y que Copérnico nos relegó al patio trasero.
Así que, lejos de pensar que el nuevo esquema degradaba a la tierra, Copérnico, Galileo y Kepler pensaban que la exaltaba. El particular, Galileo defendió la noción del “brillo de la tierra”, diciendo que la tierra reflejaba la luz y gloria del sol con más perfección que la luna. Pensaba que su idea sacaba a la tierra del lugar deshonroso que ocupaba en el universo aristoteliano y la colocaba en los cielos. En su obra Sidereus Nuncius, Galileo argumenta:
Aparecerán muchos argumentos que demuestren el fuerte reflejo de la luz solar por parte de la tierra (esto es para beneficio de aquellos que aseguran, apoyados principalmente en la idea de que no tiene movimiento ni luz, que la tierra debe ser excluida de la danza de las estrellas. Porque yo demostraré que la tierra sí tiene movimiento, que sobrepasa a la luna en brillantez, y que no es el sumidero donde se junta la inmundicia del universo.
La centralidad de la tierra en la cosmología precopernicana significaba algo totalmente diferente a lo que nos dicen los libros de texto en donde hemos aprendido. No hay ni una sola inferencia que relacione la ubicación central con un grado de importancia superior; sería como si una persona de nuestros días considerara el centro de la tierra como el lugar ideal. El geocentrismo no implicaba antropocentrismo. Dennis Danielson escribió un excelente ensayo llamado “The Great Copernican Cliché” [El gran cliché copernicano] (American Journal of Physics [Diario Estadounidense de Física], octubre de 2001), que da muerte a la mitología en torno a la revolución copernicana. Ahí escribe: “el gran cliché copernicano esta basado en una ecuación poco crítica entre geocentrismo y antropocentrismo”. La desaprobación de uno de los dos o de ambos no refutaba automáticamente la existencia del propósito o diseño en la naturaleza.
La historia oficial da la falsa impresión de que Copérnico inició la tendencia de eliminar a la tierra del “centro” del universo, lo que condujo final, lógica e inevitablemente a establecer científicamente nuestra insignificancia. Mañosamente, transformó una serie de descubrimientos metafísicamente ambiguos en la metanarrativa del materialismo. Ninguno de estos hechos históricos contesta la pregunta, más importante aún, de cuál es nuestra importancia en el esquema del universo. Pero es bueno recordar que el materialismo no tiene el pedigrí histórico y científico reclamado por sus defensores.
Guillermo González es profesor adjunto de astronomía en la Universidad del Estado de Iowa. Recibió su doctorado en astronomía en 1993 por parte de la Universidad de Washington, y ha hecho estudios posdoctorales en la Universidad de Texas en Austin y la Universidad de Washington. Es autor de más de 60 documentos científicos revisados por colegas. En 2004 fue coautor, con Jay W. Richards, de The Priviledged Planet: How our place in the cosmos is designed for discovery [El Planeta Privilegiado: Cómo nuestra ubicación en el cosmos esta diseñada para favorecer los descubrimientos] (Washington D.C.: Regnery Publishers). Su libro más reciente, con D. Scott Birney y David Oesper, es la segunda edición del libro de texto para nivel licenciatura Observational Astronomy [Astronomía Observacional] (Cambridge: Cambridge University Press).
Jay W. Richards es miembro investigador y director de relaciones institucionales del Instituto Acton en Grand Rapids, Michigan. Tiene un doctorado en filosofía y teología por parte del Seminario Teológico Princeton, donde anteriormente formó parte del cuerpo de maestros. Es autor de muchos artículos académicos y populares, así como de varios libros. Sus libros más reciente son The Untamed God: A Philosophical Exploration of Divine Perfection, Immutability and Simplicity [El Dios Indómito: Una Exploración Filosófica de la Perfección, Inmutabilidad y Sencillez Divinas] (Intervarsity Press, 2003) y The Priviledged Planet: How our place in the cosmos is designed for discovery [El Planeta Privilegiado: Cómo nuestra ubicación en el cosmos esta diseñada para favorecer los descubrimientos] (Washington D.C.: Regnery Publishers 2004).
Published November 6, 2017